Las velas
Érase
una vez una gran vela de cera, consciente de su
alto rango y muy pagada de sí misma.
-Estoy hecha de cera, y me fundieron y dieron
forma en un molde -decía-. Alumbro mejor y ardo
más tiempo que las otras luces; mi sitio está
en una araña o en un candelabro de plata.
-Debe ser una vida bien agradable la suya -observó
la vela de sebo-. Yo no soy sino de sebo, una
vela sencilla, pero me consuelo pensando que
siempre vale esto más que ser una candela de a
penique. A ésta le dan un solo baño, y a mí me
dan ocho; de ahí que sea tan resistente. No
puedo quejarme.
Claro que es más distinguido haber nacido de
cera que haber nacido de sebo, pero en este mundo
nadie dispone de sí mismo. Ustedes están en el
salón, en un candelabro o en una araña de
cristal; yo me quedo en la cocina. Pero tampoco
es mal sitio; de allí sale la comida para toda
la casa.
-Sí, pero hay algo más importante que la comida
-replicó la vela de cera-: la vida social.
Brillar y ver brillar a los demás. Precisamente
esta noche hay baile. No tardarán en venir a
buscarnos, a mí y toda mi familia.
Apenas terminaba de hablar cuando se llevaron
todas las velas de cera, y también la de sebo.
La señora en persona la cogió con su delicada
mano y la llevó a la cocina, donde había un
chiquillo con un cesto, que llenaron de patatas y
unas pocas manzanas. Todo lo dio la buena señora
al rapazuelo.
-Ahí tienes también una luz, amiguito -dijo-.
Tu madre vela hasta altas horas de la noche,
siempre trabajando; tal vez le preste servicio.
La hija de la casa estaba también allí, y al
oír las palabras «hasta altas horas de la
noche», dijo muy alborozada:
-Yo también estaré levantada hasta muy tarde.
Tenemos baile, y llevaré los grandes lazos
colorados.
¡Cómo brillaba su carita! Daba gusto mirarla.
Ninguna vela de cera es capaz de brillar como dos
ojos infantiles.
«¡Qué emocionante!», pensó la vela de sebo-.
Nunca lo olvidaré; seguramente no volveré a ver
una cosa parecida.
La metieron en la cesta, debajo de la tapa, y el
niño se marchó con ella.
«¿Adónde me llevarán? -pensaba la vela-. A
casa de gente pobre, donde no me darán tal vez
ni una mala palmatoria de latón, mientras la
bujía de cera está en un candelabro de plata y
ve a personas distinguidísimas. ¡Qué
espléndido debe ser eso de lucir para la gente
distinguida! Estaba de Dios que yo había de ser
de sebo y no de cera».
Y la vela llegó a una casa pobre, la de una
viuda con tres hijos que se apretujaban en una
habitación reducida y de bajo techo, frente a la
morada de los ricos señores.
-¡Bendiga Dios a la buena señora por lo que nos
ha dado! -dijo la madre-. ¡Qué vela más
estupenda! Durará hasta muy avanzada la noche.
Y la encendieron.
-¡Qué asco! -dijo-. Me han encendido con una
cerilla apestosa. No le ocurrirá esto a la vela
de cera de la casa de enfrente.
También en ella encendieron las luces, y su
brillo irradió a la calle. Se oía el ruido de
los coches que conducían a los invitados, y
sonaba la música.
«Ahora empiezan allí -pensó la vela de sebo, y
le vino a la memoria la radiante carita de la
rica muchacha, más radiante que todas las velas
de cera juntas-. Aquel espectáculo no lo veré
nunca más». En esto llegó a la humilde
vivienda el menor de los hijos, una chiquilla.
Pasando los brazos alrededor del cuello de su
hermano y hermana, les comunicó algo muy
importante, algo que tenía que decirse al oído:
-Esta noche, ¡fijaos!, esta noche vamos a comer
patatas fritas.
Y su rostro brilló de felicidad. La vela, que le
daba de frente, vio reflejarse una alegría, una
dicha tan grande como la que viera en la casa
rica, donde la niña había dicho:
-Esta noche tenemos baile, y llevaré los grandes
lazos colorados.
«¿Tan importante es eso de comer patatas fritas?
-pensó la vela de sebo-. La alegría de estos
niños es tan grande como la de aquella
chiquilla». Y estornudó; quiero decir que
chisporroteó; más no puede hacer una vela de
sebo.
Pusieron la mesa y se comieron las patatas.
¡Qué ricas estaban! Fue un verdadero banquete;
y además les tocó una manzana a cada uno. El
niño más pequeño recitó aquel verso:
Dios bondadoso sea alabado,
que otra vez hoy nos ha saciado.
Amén.
-¿Lo he recitado bien, madre? -dijo el pequeño.
-No tienes que pensar en ti mismo -le reprendió
la madre sino sólo en Dios Nuestro Señor, que
te ha dado una cena tan buena.
Los niños se acostaron, su madre les dio un beso,
y enseguida se quedaron dormidos, mientras la
mujer estuvo cosiendo hasta altas horas de la
noche, para ganar el sustento de sus hijos y el
propio. Fuera, desde la casa rica, llegaba la luz
y la música. Las estrellas centelleaban sobre
todas las moradas, las de los ricos y las de los
pobres, con igual belleza e intensidad.
«A fin de cuentas ha sido una hermosa velada -pensó
la vela de sebo-. ¿Lo habrán pasado mejor las
de cera en sus candelabros de plata? Me gustaría
saberlo antes de acabar de consumirme».
Y pensó en las dos niñas, que habían sido
igualmente felices: una, iluminada por la luz de
cera, y otra, por la de sebo.
Y esta es toda la historia.
FIN
Cuentos Hans Christian Andersen
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